Noticias de ayer

"Las señoritas que curan a los animales"

Noticia hallada en la revista Estampa del 30 de mayo de 1936. Veterinarias en los años 30, con una destreza y una gracia como no tienen ustedes idea.

Envueltas en batas blancas y cubiertas las manos con guantes de goma, tres señoritas que estudian en la Escuela de Veterinaria realizan los preparativos para una operación que ha de efectuarse.
"Hay que agotar todas las posibilidades de salvar a un animal como se agotan las de salvar a una persona."

Las mujeres en todas partes

¿Farmacéuticas?… Es natural. ¿Médicas?… Bueno. ¿Abogadas?… Pase. Pero, ¿veterinarias? Pues sí, señores, las hay. Bueno, veterinarias, lo que se dice veterinarias, en su carrera terminada y ejercitando, yo todavía no he visto ni una. Pero, en cambio, he visto a las futuras veterinarias, a las señoritas estudiantes de esta carrera que nos parecía la única que no escogería nunca la mujer. Pero nos hemos equivocado. Ya no hay carrera ni profesión donde las mujeres no metan la cabeza, y, después de todo, la hacen bien, porque, aunque nos esté mal el decirlo, la mayoría de las veces desempeñan su cometido muchísimo mejor que nosotros, los hombres.

Ya son veterinarias. Yo las he visto operar el otro día a una perrita enferma, con una destreza y una gracia como no tienen ustedes idea. Las manos que en otro tiempo tejían el fino encaje de bolillos, manos finas y blancas, adornadas con unas primorosas uñitas de color de rosa, se movían ágiles y decididas sobre el vientre abierto de una perrita con epitelioma. Lo dicho: ya no hay carreras inasequibles para ellas.

Cuatro señoritas estudiantes

El conserje de la Escuela de Veterinaria me ha dicho:

—Por aquí las mujeres no son ninguna novedad. Ya hace tiempo que las venimos viendo. Después de todo, esto es una carrera como otra cualquiera… Mejor que muchas. Y tiene bastantes salidas, no crea usted… Ahora, que yo sepa, vienen por aquí cuatro señoritas. Algunas, como, por ejemplo, la hija de ese señor que ha sido ministro, del señor Gordón Ordás. Ya debe cursar al menos el cuarto año. Ellas se defienden bien: lo mismo entran en clase que descuartizan un animal en la sala de disección, que operan en la clínica. Son valientes y trabajadoras las señoritas estas

La primera muchacha que he encontrado en los pasillos de la Escuela de Veterinaria es guapa, agradable y simpática. La pobre, por ser la primera, ha sido la víctima del despiadado interrogatorio que yo llevaba pronto a colocarselo a la primera veterinaria que me saliese al paso. Esta señorita tan amable tiene un nombre medieval. Se llama Brunilda. Brunilda Gordón Ordás es hija del ex ministro radical socialista que todos ustedes conocen.

—Vamos a ver, Brunilda. ¿Cómo se le ocurrió a usted seguir esta carrera que las pocas mujeres siguen?

—No sé… Alguna había de seguir, y se me ocurrió ésta, que es la de mi padre. Yo había leído en casa algunos libros y les tomé afición. La gente tiene una idea de la carrera de veterinaria muy distinta de lo que en realidad es. El concepto del antiguo albéitar está todavía muy arraigado. Se cree que la labor del veterinario es poner herraduras y curar burros, y, naturalmente, esto les parece incompatible con el temperamento y aun con la naturaleza de la mujer. Yo precisamente, por haber visto la carrera muy de cerca, sé que dentro de ella hay cosas interesantísimas a las que se puede dedicar la mujer más delicada.

—¿Usted a qué piensa dedicarse?…

—Al laboratorio, desde luego. Es lo que más me gusta, algunas de mis compañeras tienen el proyecto de montar clínicas de perros, gatos, loros, canarios, etc. Esa es una buena salida, no crea usted, y se puede ganar mucho dinero. Otras piensan hacer oposiciones a cátedras, cosa que también es buena y de porvenir. En fin, que la Veterinaria, tal como hoy está, es tan buena y tan a propósito para una mujer como otra cualquiera y ofrece un campo tan amplio o más que el que ofrecen las de Medicina y Farmacia, por ejemplo.

—¿Y es muy difícil la carrera?…

La señorita Brunilda Cordón sonríe, dirige una mirada al montón de libros que tiene sobre la mesa y después me contesta.

—Tal y como está hoy, es, desde luego, más difícil que muchas, pero, en fin, no nos demos importancia… Ponga usted que es regular. En la escuela tenemos bastante trabajo, no sólo el teórico de las clases, sino un gran trabajo práctico. Todos los días, de nueve a diez, hay una consulta, que atienden los profesores, auxiliados por nosotros, los alumnos. Allí nos llevan toda clase de animalitos, caballos, burros, pero lo que más abundan son los perros y los gatos. También hacemos trabajos de laboratorio que son interesantísimos. A mí es lo que más me gusta… 

—Naturalmente, también tendrán ustedes algún curso de disección.

—Claro, eso es lo fundamental. En el primer curso ya estudiamos prácticamente esa asignatura. 

—¿Y no les da a ustedes, las chicas, un poco de…, vamos…, de reparo el descuartizar animalitos muertos?…

—Al principio, se lo diré a usted con franqueza, a mí me daba un poquito de asco. Pero en seguida me acostumbré. Y, desde luego, yo creo que para todo el mundo, y especialmente para nosotras, las mujeres, debe resultar mucho más desagradable la disección de cadáveres humanos. Pero también será cuestión de acostumbrarse, porque ya ve usted la cantidad de chicas que estudian Medicina, y ninguna, que yo sepa, ha desistido por eso. Yo, al principio, ya le he dicho que sufría un poco durante la disección, pero hoy lo miro con la misma naturalidad con que se mira en los pueblos la matanza y descuartizamiento anual del cerdo.

Las alumnas estudian en el laboratorio la preparación de una fórmula complicada.

—¿Y no sería más humano dejar que estos animalitos enfermos se murieran de una vez?… Por lo menos, no se les haría sufrir tanto…

El profesor y sus discípulas me miran como se mira, a la persona que acaba de decir una tontería irreparable. Después, haciéndose cargo de que la culpa ha sido de mi ignorancia, me explican: 

—Eso no se puede ni se debe hacer. Hay que agotar todas las posibilidades de salvar a un animal como se agotan las de salvar a una persona. Para eso estudiamos y nos afanamos nosotros. Antiguamente, los veterinarios rurales, que tenían sólo una somera idea de lo que son los animales, solían hacer eso. Cuando se encontraban ante un caso grave que era fácil resolver, recomendaban a los dueños del animalito que le dejaran morir, o para acabar antes, que le pegaran un tiro. Hoy no se puede ni se debe hacer semejante cosa.

[…]

—Aquí presenciamos escenas realmente conmovedoras—me dice ahora una de las señoritas veterinarias—. Hace poco se presentó aquí un chico joven, un obrerillo vestido con un «mono» de mecánico. Venía desconsolado y lloraba acariciando a una gata moribunda que traía en los brazos. La gatita en cuestión llevaba cuatro días de parto. Le dijimos a su dueño que era preciso hacer al animal la operación cesárea, pero que aun así, lo más probable sería que muriese. Daba pena ver cómo lloraba el pobre hombre y cómo nos suplicaba que hiciésemos todo lo humanamente posible para salvar a la desgraciada gata. Lo hicimos, en efecto. Durante los días que la vida de la gata estuvo en peligro, su dueño se pasaba aquí las mañanas enteras con ella haciéndole mil arrumacos

[…]

—Yo pienso poner una clínica de perros, gatos, loros, etc. Tengo la ilusión de hacer un verdadero sanatorio de estos animalitos, a quienes tanto quiere la gente. Yo creo que no me faltará qué hacer… Aquí me he dado cuenta de que este es un asunto que puede resultar muy provechoso para nosotras, las mujeres. 

JOSÉ LORA FANROMA

NOTAS

Brunhilda, la muchacha entrevistada, no llegó a ejercer la profesión. Lo único que he hallado de ella, de momento, es que «ayudó a su padre en las tareas para acoger a los exiliados españoles en México, especialmente a los niños.» (Fuente: Diario de León)

Gordon Ordás, padre de Brunhilda, aunque tenía «profundos conocimientos de las técnicas veterinarias más innovadoras de su época, sus conocimientos no fueron bien valorados por las autoridades en un país atrasado científicamente. Fue el primero en proponer el establecimiento de registros pecuarios en todo el territorio nacional para un mejor control del ganado y de las enfermedades y epidemias».

«Consiguió que durante la Segunda República se crease una Dirección General de Ganadería, dándose por primera vez en España un tratamiento unitario y global a la ganadería y a sus técnicos, promoviendo la Ley de Policía Sanitaria pecuaria​ e incluyendo una renovación integral de la veterinaria.» (Fuente: Wikipedia).