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Una cena melancólica
¡Feliz 1928!
Busqué un pedacito de pasado para dar la bienvenida al Año Nuevo, y lo hallé en el Almanaque Buen Humor de 1928.
«Una cena melancólica» de Enrique Jardiel Poncela es magnética. No sólo el estilo de escritura es fascinante y melodioso, sino que además ¡la misma historia está escrita de dos maneras distintas! A la derecha es un sencillo cuento de Año Nuevo, y a la derecha una historia humorística.
¡Espero que os guste tanto como a mí, y que paséis un Año Nuevo muy bonito!

Mi regalo de Año Nuevo a los lectores y a las lectoras
Para celebrar el Año Nuevo, tengo el gusto de regalar a mis lectores una fórmula para escribir cuentos humorísticos. Podrá serles de gran utilidad, como ya les está siendo por ahí a algunos adorables compañeros. —Y sólo ruego que me envíen la mitad de las ganancias que les proporcione para ver si los citados compañeros se deciden a hacer igual.
(En la parte de la izquierda, puede leerse un cuento de Año Nuevo, y en la parte de la derecha, el mismo cuento, tratado con la fórmula de humorismo que regalo) — Enrique Jardiel Poncela

Una cena melancólica
Me encontraba tan solo y tan triste que el día de Año Nuevo, con sus cenas familiares y tumultuosas, se me antojaba una fiesta egoísta y cruel.
Acababan de dar las once, y la ciudad aparecía enterrada en nieve. En las calles desiertas, mis pasos resonaban como el chisporrotear de las velas en las catedrales vacías: cielo y tierra se copiaban sus matizadas blancuras y eran como dos inmensos espejos colocados en riña y frente a frente. Las luces se multiplicaban hasta lo infinito en aquellas tersas y pulidas superficies y había en sus halos ráfagas de oro y de mercurio.
Había tal elocuencia en el hondo silencio que me rodeaba, que me detuve, me desembocé la capa del frac y quedé inmóvil apoyado en el tronco de un árbol desnudo. Un perrillo, que buceaba un montón de papeles grasientos, huyó asustado, y, lejano, sonó un mugido no sé si de voces humanas o de remusgo invernal.
Mi tristeza, aleación de soledad y escepticismo, me trajo en doloroso contraste muchos recuerdos felices y muchas imágenes queridas y olvidadas. ¿Dónde estaban ahora aquellas sombras azules que apenas si se movían en el escenario de mi imaginación? ¿Qué firmamentos les cobijaban? ¿Cuáles eran las estrellas que las hacían divagar en las noches serenas? ¿Frente a qué pupilas sonreían sus pupilas, y de quién eran las manos que estrechaban sus manos?
Fué entonces cuando un auto se detuvo al borde de la acera y cinco dedos encerrados en un guante de piel de antílope, me hicieron una seña. Avancé, lleno de esa energía deliciosa que da la aventura, y ya el chauffeur aguardaba de pié, con la portezuela abierta.
Sonó una voz de mujer, una de esas voces que sólo se producen entre sedas, preguntando:
—¿Tiene usted la cena comprometida con alguien? ¿Quiere cenar conmigo?
Por toda respuesta despojé aquella mano del guante y la besé; subí al auto, que se puso rápidamente en marcha, y volví a acercar la blanca, la tibia mano a mis mejillas y a mis labios para que no se enfríase. Durante más de media hora corrimos dentro del coche, saturados de un pertume de lilas de Austria.
—Me encuentro sola, caballero—había dicho la dama—. No tengo con quien cenar y por eso le he invitado a usted…
Yo había contestado con una sonrisa suave:
—Hasta que llegue el momento de unirnos por el corazón, bueno será, señora, que nos unamos por el estómago…
Y ya no hablamos más. Varias veces busqué sus pies en el suelo del auto; pero la dama, que, sin duda, conocía a la perfección esa esgrima galante, no me permitió que se los oprimiese con los míos.
Al bajar, del coche, cuando la puntita de su zapato izquierdo, puesta al final de una pierna prodigiosa, iba a tocar las losas de la acera, reconocí a Susana de pronto.
Susana, con sus cabellos rubios, de un rubio incandescente; con sus verdes ojos oblicuos y sus labios crueles y rasgados, era una de aquellas sombras antiguas por cuya existencia me preguntaba minutos antes. Ella, como otras, había deslizado en mi oído frases apasionadas, y de ella, como de otras, había huido yo cuando su amor empezaba a fatigar mi corazón propicio a la fatiga.
Sintióse reconocida, pero nada dijo. Y la seguí al interior de su casa, entre criados que abrían puertas y hacían inclinaciones de minué. Sólo cuando hubimos entrado en el boudoir, me miró fijamente Susana para decirme:
—No te reconocí al pronto. Te invité creyendo invitar a un extraño, porque mis amigos me han dejado sola esta noche y quise buscar en la novedad de una aventura, la distracción y la alegría que mis nervios se obstinan en negarme. Pero siendo tú ese extraño, nuestra cena nada tendrá de alegre…
Comprendí la inutilidad de una réplica mía, y callé. Susana calló también, porque uno y otro no podíamos dirigimos sino reproches y entre ambos sólo frases envenenadas por el pasado podían cruzarse.
Pasamos al comedor, cuya mesa sonreía con la sonrisa de sus cristalerías, sus frutas y sus azules ramos de pervincas esparcidos por el mantelillo.
Y en medio de un silencio penoso, Susana y yo consumimos la cena paltriarcal de Año Nuevo, aquella cena que ya jamás había de repetirse y que nos enseñaba dolorosamente a juzgar la frialdad terrible que tienen las brasas del amor.
No hubo brindis; no hubo taponazos ni risas. Cuando un criado acercó el servicio de cigarrillos, prendí fuego con la mano temblorosa al que Susana apresaba con sus labios y encendí después el mío.
Luego me incliné para besar nuevamente aquella mano lívida y suave que trascendía a lilas de Austria.
Y busqué el camino de la calle, precedido de un rígido ayuda de cámara.
En el hall, un gran espejo me escupió al rostro mi propia imagen. Me encontré viejo y gastado. Una amargura indefinible, indescriptible me infestó el paladar.
Eché la culpa de ello al cigarrillo que estaba fumando; lo estrujé nerviosamente en un cenicero de cobre, y salí a la calle, andando despacio y con paso inseguro.

Una cena melancólica
Me encontraba tan solo y tan triste que en aquel día de Año Nuevo me acordé varias veces de Robinsón Crusoe.
Acababan de dar las once y la ciudad aparecía enterrada de nieve. Sin embargo, no se podía decir que hacía frío. Y no se podía decir que hacía frío, porque en cuanto abría uno la boca, se helaban las palabras.
Mis pasos resonaban en las solitarias calles como bofetadas normandas. La tierra era toda blanca, blanca, por culpa de la nieve, que es blanca según todo el mundo sabe. Y el cielo, para no ser menos que la tierra, aparecía blanco también. A grandes trechos, y por descuido del Ayuntamiento, lucía un farol.
A la luz del farol algunas sombras mal educadas se alargaban por las paredes, adquirían dimensiones de «Caballero Audaz» y desaparecían dibujando círculos, como los estudiantes de geometría. Al compás (nueva alusión a la geometría) de mis pasos, el pesimismo se adentraba en mi alma y mis ideas eran menos alegres que una autopsia verificada en el Hospital Provincial por tres cirujanos burgaleses.
Sin embargo… (Hace muy bonito escribir de vez en cuando «sin embargo»…)
El silencio es elocuente y esturnidio y aquel silencio me decía tantas cosas que me detuve, apoyándome en el tronco de un nogal. (Nogális paradisium, para los botánicos).
Un perro vagabundo huyó como flecha puntiaguda, y sonó un mugido acaso hijo del viento, acaso hijo de un beodo.
¿Por qué cuando estamos tristes nos acordamos de los tiempos alegres? Nadie lo ha averiguado en Europa y Nueva Zelanda. Pero a mi imaginación, calenturienta como una estufa de gas, acudieron todas las imágenes queridas que se largaron hace años para no volver.
En aquel instante, un automóvil de cuatro ruedas se detuvo ante mí. Y una mano calzada con un guante de piel tan fina que más que piel era cutis, me hizo una seña.
Me acerqué, con el corazón galopando como un indio comanche.
Y del interior del vehículo brotó una voz, delicada y detergente, preguntando con dulce cinismo:
—Caballero: tiene usted cara de no poder cenar. ¿Quiere cenar conmigo?
Por toda respuesta, despojé aquella mano del guante, que me guardé en el bolsillo, la besé, subí al auto y me caí de espaldas dándome un golpe en la nuca, porque el coche echó a andar de improviso.
Durante más de media hora corrimos dentro del coche, saturados de un olor vigoroso a gasolina.
—Estoy sola como un director de orquesta, caballero—dijo la dama—. Y por eso le he invitado…
Yo contesté con una sonrisa deminiondaine:
—Si usted quiere que le haga compañía, soy capaz de hacerle hasta la Telefónica, señora.
Y ya no dijimos ni pío. Varias veces busqué sus pies en el suelo del auto, paro la dama llevaba las piernas colgando al exterior por la ventanilla de la derecha y no me fué posible oprimir sus pies con los míos.
Al bajar del coche y en el momento en que ella metía en un charco uno de sus zapatitos, reconocí a Susana de pronto y no caí al suelo porque me abracé al chauffeur.
Susana con sus cabellos rubios, de un rubio que dependía de la clase de agua oxigenada que la vendieran y con sus labios finos como un diplomático, era una de aquellas sombras antiguas, cuyo recuerdo me hacía polvo de carretera. Hubo un tiempo en que Susana se arrastraba por el parquet por una mirada mía, y yo había escapado de su lado porque cuando me besaba se llevaba el pedazo siempre. Pasamos al comedor de dos en fondo.
La mesa del comedor—nogal, cristal y metal—resplandecía. Estaba adornada con flores y se tambaleaba un poco. Y en medio de un silencio de cripta, Susana y yo consumimos la cena patriarcal de Año Nuevo como se consume un pirulí o un kilo de carbón de cok. ¡Ay! ¡El epílogo del amor es frío como un formón!…
No hubo brindis ni aceitunas; ni hubo risas ni mantequilla.
Un criado se acercó con una caja de cigarrillos. Me guardé nueve y encendí el de Susana y el mío con la misma cerilla, para ahorrar.
Luego me genuflexioné y volví a besar aquella mano de Susana, que era una mano que parecía una resma.
Y busqué el camino de la calle, porque vi bien claro que allí de no hacer el ridículo, ya no se podía hacer nada.
En el hall me vi reproducido en un espejo. Llevaba la corbata torcida y observé que tenía cara de primo hermano. Esto me amargó, como un litro de bitter. Eché la culpa de la amargura al cigarro; le regalé la colilla al ayuda de cámara, y salí a la calle con paso vacilante, como sale de escena don Juan Tenorio cuando lleva en brazos a doña Inés.
Por los dos cuentos,
Enrique Jardiel Poncela